De pequeño uno puede pintar una casa con
una chimenea y unas montañas al fondo, el sol, un árbol y… pocas cosas más.
Pero ha pintado lo fundamental. Un mundo donde se destaca un hogar, una
familia. Un comienzo, desde el que avanzar en la aventura de la vida. Se trata
de un lugar de seguridad y afecto, desde el que poder contemplar el asombroso
panorama del mundo. Esta entraña humana del conocimiento de la realidad es muy
significativa.
Seccionar la comprensión de la existencia
en tantas lonchas como especialidades científicas tiene su utilidad, pero
prescindir de una comprensión personal de la vida es tanto como deshumanizarse.
La realidad es mucho más que un conjunto de hechos cuantificables. Es, ante
todo, un concurso de vidas personales que pueden comunicarse entre sí, y
lanzarse a proyectos libres y responsables. Podría pensarse que esta visión de
la existencia es algo romántica, y que el mundo físico tiene poco que ver con
ella. Sin embargo, lo que parece claro es que planetas, galaxias y agujeros
negros, son enormes en magnitud; pero bastante insignificantes comparados con
una sonrisa humana. Lo máximamente significativo, y por tanto real, es lo
personal. Esto es así porque lo personal es libre. La libertad es de orden
superior a la determinación de la materia, porque la libertad puede elegir,
puede autodeterminarse, puede amar. Por este motivo, una maldad libre es mucho
más dolorosa que un simple mal físico, y una ayuda generosa mucho más valiosa
que un golpe de suerte fortuito.
Adentrarse en la realidad y en su
conocimiento exige profundizar en el conocimiento de las personas. Seres
libres, cuyas biografías se deben unas a otras, a lo largo del espacio y del
tiempo.
El filósofo Leonardo Polo ha explicado que
la primera actitud correcta ante el universo no es la pregunta por el porqué de
su existencia, sino el asombro ante la maravilla de su ser. Algo parecido -esto
ya no es de Polo- a lo que ocurre cuando uno encuentra una persona encantadora.
Generalmente no nos importa mucho porqué ha llegado a existir, lo importante es
que está ahí y puedo hablar con ella.
No hemos hecho el universo, pero solo si
el universo tiene un designio personal tiene un sentido. Considerar que el
universo es una explosión de materia sin significado es renunciar a pensar,
porque el sinsentido total no genera nada; es la nada: algo que, por cierto, no
existe.
El amor es valorar la identidad del otro
afirmándola, y tiene vocación de permanencia. La negación de la inmortalidad
del espíritu humano es un insulto a su naturaleza y una injusticia flagrante
ante la suerte de tantos desdichados de la historia. Solo un espíritu personal
divino puede ser la razón última del mundo y la de nuestra propia vida.
Chesterton pensaba que el mundo es una novela donde los personajes pueden
encontrarse con su autor.
Uno de los males que nos asolan, al menos
en la sociedad occidental, es sustituir la casa familiar por un proyecto individualista
liberado de compromisos. Dicho de otro modo: caer en la adulteración de la
noción del amor. Cuando se piensa que el amor es un puro sentimiento afectivo,
voluble y subjetivo, se siembra el individualismo y la falta de solidaridad
humana, que comienza en la familia. El amor verdadero es aquel que me hace ser
mejor persona y, por tanto, ayuda a los demás. El amor tiene vocación de
permanencia, especialmente el matrimonial, que constituye el compromiso
familiar donde se asienta la vida y el futuro de los hijos. Ser hombre es ser
hijo.
Nosotros somos seres subsistentes que se
relacionan, con los demás, con el mundo. Nuestros límites hacen que nuestras
relaciones sean también limitadas. Lo pasamos muy bien en una fiesta con
familiares y amigos, pero la fiesta termina y cada uno se va por donde ha
venido. El fundamento último de las relaciones, de la coexistencia, debería
estar en alguien que fuera en sí mismo relaciones subsistentes. Un ser cuya subsistencia
consista en la relación. El dogma cristiano de la Trinidad consiste precisamente
en esto. Dios es tres Personas: Paternidad, Filiación, Amor. Dios es familia.
No se trata de una piadosa cabriola mental, sino de un dogma que es una ventana
de luz para la razón.
La casita junto a la montaña pintada por
el niño, es profundamente real porque las relaciones entre las personas del
mundo tienen su fundamento en las relaciones personales divinas. Insisto en que
estas alusiones al misterio central de la fe cristiana no son accesibles por la
pura razón; pero si se aceptan, la razón se llena de sentido. Por otra parte,
aceptar lo que merece la pena es profundamente razonable y humano.
Con frecuencia, la visión de la casa
familiar se rompe por accidentes,
guerras y espantos. No podemos olvidar esta dimensión de la realidad. Vivimos
en un mundo fantástico, pero roto. Esa rotura no solo se refleja cuando
descarrila un tren, sino cuando también lo hace nuestra propia mente y corazón,
en mayor o menor medida. El mal anida también en el corazón humano. Una vez más
la revelación cristiana nos da noticia del origen de ese mal, por un pecado de
origen en nuestro linaje, así como de su restauración por medio de la Cruz de
Cristo. Con las solas fuerzas humanas no existe una respuesta ante las víctimas
de este mundo. El misterio de la encarnación del Hijo de Dios se puede creer o
no; pero solo si se acepta, la historia queda justificada. Y no solo la
historia, sino nuestra propia vida. Aquellos aspectos que nos hacen sufrir -que
lógicamente hay que procurar solucionar en la medida de lo posible- pueden ser
paradójicamente saludables para nuestros males. Por medio de algunos
sufrimientos podemos volver a redescubrir la verdad del cuadro del niño. Desde
esta óptica entendemos el mundo como creación, hogar, familia y aventura.
José Ignacio Moreno Iturralde
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