Un
lluvioso día de invierno, el buey comenzaba temprano su dura jornada de
trabajo. Al poco tiempo de tirar del arado, se empantanó en un lodazal. ¡Qué
esfuerzos tuvo que hacer el animal para seguir adelante! Era jornada de
infortunios porque, cien metros adelante, nuestro amigo empezó a resbalarse por
un pequeño terraplén repleto de porquería, por decirlo finamente. Enfadado con
el mundo, cabeceó a un lado y a otro, recibiendo un latigazo del labrador en su
costillar derecho. Resignado a su suerte, continuó su trabajo. Una hora más
tarde, salió el sol. El animal empezó a tatarear una música ranchera y vacuna.
Se le ocurrió bambolear sus caderas rítmicamente, y recibió otro correazo, esta
vez en el lomo izquierdo.
-“Para
qué hacerse ilusiones”, se lamentaba el buey. Todo era tan monótono… Divisó
nuestro amigo una oropéndola, que súbitamente se escondió. Lo mejor vino
después: en la misma dirección del pájaro, surgía como por ensalmo una bella
vaca rubia… guapísima. El buey trató de llamar su atención: -¡“Muuu, guapa”! La
hermosa bovina la miró con cierto despreció, más aún cuando a su piropeador le
caía otro zurriagazo en sus cuartos traseros.
Una
hora más tarde, se vio a lo lejos un toro de lidia. El buey lo miró con envidia:
-“Ese sí que es un tío distinguido, y no un pringado como yo”, se decía a sí
mismo. Se escuchó el rugido de un camión, y nuestro sufrido trabajador observó
cómo se llevaban al fantástico toro negro para una corrida. Después de todo, el
modesto trabajo de agricultor tenía sus ventajas.
Muy
avanzada la mañana el buey se sintió muy cansado, derrengado, totalmente
indispuesto. Su amo, que le conocía bien, sabía que ahora no podía más, y le
dijo:
-“Bubu
-así se llamaba el buey-, ven conmigo. El campesino quitó el yugo al buey y lo
llevó despacio, por una sombreada vereda, a un lugar alto y fresco. Le dio un
buen biberón de centeno, el alimento favorito del animal, y le dijo quedamente:
-Oye,
ves todos esos campos de tulipanes.
-Sí
-respondió el buey-. Son una maravilla.
-Pues
todo esto lo has sembrado tú, a lo largo de muchos días.
-¿De
verdad? –se dijo Bubu admiradísimo.
-De
verdad, contestó el campesino. En ese mismo momento se escucharon las campanas
de la iglesia del pueblo, que llenaron con su repicar todo el horizonte. El
buey recordaba el sonido de esas campanas desde cuando era un ternerillo en su
corral y con sus padres. Pero ahora las oía más rotundas, más serenas,
portadoras de una inmensa alegría. Y el buey mugió pletórico y satisfecho.
José
Ignacio Moreno Iturralde
No hay comentarios:
Publicar un comentario