El filósofo suele
estar en las nubes, pensando en las últimas causas del mundo, al tiempo que se
ha dejado las llaves del trabajo en casa. Se trata de una especie en extinción,
de la que quedan pocos ejemplares. Mueve a
compasión ver una persona dedicada a temas tan abstractos, con tan poca
rentabilidad. Si tiene suerte mantiene económicamente a su familia, con muy
poco margen de extraordinarios. Hay que sacarle adelante entre todos y la
eficiencia no es lo suyo. Pero si es filósofo puro, como lo fue Sócrates, tiene
chispa humana, y sabe reírse de tantos corsés y procedimientos angustiosos de
una sociedad tan aduladora de los medios, que olvida con frecuencia los fines.
El filósofo tiene libertad de espíritu y busca, en compañía de amigos
variopintos, la amistad por la amistad y la verdad por la verdad. Por esto, en
torno suyo, ronda con frecuencia la carcajada. Es por esto un experto en
humanidad: sabe que el ser humano es un calzonazos indigente ante la armonía
del cosmos y la maravilla de la luz eterna.
José Ignacio Moreno
Iturralde
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